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1 1 —Agora, bien, señor don Quijote, replicó la duquesa, la hora de cenar se llega, y el duque debe de esperar: venga vuesa merced, y cenemos, y acostaráse temprano, que el viaje que ayer hizo de Candaya no fué tan corto que no le haya causado algún molimiento.

—No siento ninguno, señora, respondió don Quijote, porque osaré jurar á vuestra excelencia que en mi vida he subido en bestia más reposada ni de mejor paso que Clavileño, y no sé yo qué le pudo mover á Malambruno para deshacerse de tan ligera y tan gentil cabalgadura, y abrasarla así sin más ni más.

—A eso se puede imaginar, respondió la duquesa, que arrepentido del mal que había hecho á la Trifaldi y compañía y á otras personas, y de las maldades que como hechicero y encantador debía de haber cometido, quiso concluir con todos los instrumentos de su oficio, y como principal, y que más le traía desatiento vagando de tierra en tierra, abrasó á Clavileño, que con sus abrasadas cenizas y con el trofeo del cartel queda eterno el valor del gran don Quijote de la Mancha.

De nuevo nuevas gracias dió don Quijote á la duquesa, y en cenando, don Quijote se retiró en su aposento, solo, sin consentir que nadie entrase con él á servirle tanto se temía de encontrar ocasiones que le moviesen ó forzasen á perder el honesto decoro que á su señora Dulcinea guardaba, siempre puesta en la imaginación la bondad de Amadís, flor y espejo de los andantes caballeros. Cerró tras sí la puerta, y á la luz de dos velas de cera se desnudó, y al descalzarse, (¡oh desgracia indigna de tal persona !) se le soltaron, no suspiros ni otra cosa que desacreditara la limpieza de su policía, sino!