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pareciéndole que pues Malambruno se detenía en enviarle, ó que él no era el caballero para quien estaba guardada aquella aventura, ó que Malambruno no osaba venir con él á singular batalla.

Pero veis aquí cuando á deshora entraron por el jardín cuatro salvajes vestidos todos de verde hiedra, que sobre sus hombros traían un gran caballo de madera. Pusiéronle de pies en el suelo, y uno de los salvajes dijo:

—Suba sobre esta máquina el caballero que tuviere ánimo para ello.

—Aquí, dijo Sancho, yo no subo, porque ni tengo ánimo ni soy caballero, y el salvaje prosiguió diciendo:

—Y ocupe las ancas el escudero, si es que lo tiene, y fíese del valeroso Malambruno, que si no fuere de su espada, de ninguna otra, ni de otra malicia será ofendido; y no hay más que torcer esta clavija que sobre el cuello trae puesta, que él los llevará por los aires adonde atiende Malambruno; pero porque la alteza y sublimidad del camino no les cause vaguidos, se han de cubrir los ojos hasta que el caballo relinche, que será señal de haber dado fin á su viaje. Esto dicho, dejando á Clavileño, con gentil continente se volvieron por donde habían venido. La Dolorida así como vió al caballo, casi con lágrimas dijo á don Quijote:

—Valeroso caballero, las promesas de Malambruno han sido ciertas, el caballo está en casa, nuestras barbas crecen, y cada una de nosotras y con cada pelo dellas te suplicamos nos rapes y tundas, pues no está en más sino en que subas en él con tu escudero, y dés felice principio á vuestro nuevo viaje.

—Eso haré yo, señora condesa Trifaldi, de muy