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CAPITULO XXXIX

Donde la Trifaldi prosigue su estupenda y memorable historia.

De cualquiera palabra que Sancho decía, la duquesa gustaba tanto como se desesperaba don Quijote, y mandóle que callase; la Dolorida prosiguió diciendo:

—En fin al cabo de muchas demandas y respuestas, como la infanta se estaba siempre en sus trece, sin salir ni variar de la primera declaración, el vicario sentenció en favor de don Clavijo, y se la entregó por su legítima esposa, de lo que recibió tanto enojo la reina doña Maguncia, madre de la infanta Antonomasia, que dentro de tres días la enterramos.

—Debió de morir sin duda, dijo Sancho.

—Claro está, respondió Trifaldín, que en Candaya no se entierran las personas vivas, sino muertas.

—Ya se ha visto, señor escudero, replicó Sancho, enterrar un desmayado creyendo ser muerto, y parecíame á mí que estaba la reina Maguncia obligada á desmayarse antes que á morirse, que con la vida muchas cosas se remedian, y no fué tan grande el disparate de la infanta que obligase á sentirle tanto. Cuando se hubiera casado esta señora con un paje suyo, ó con otro criado de su casa, como han hecho otras muchas, según he oído decir, fuera el daño sin remedio; pero el haberse casado con un caballero tan gentilhombre y tan entendido