Página:El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha - Tomo III (1908).pdf/111

Esta página no ha sido corregida
— 107 —

un mismo tiempo cuatro rencuentros ó batallas, porque allí sonaba el duro estruendo de espantosa artillería, acullá se disparaban infinitas escopetas, cerca casi sonaban las voces de los combatientes, lejos se reiteraban los lelilíes agarenos.

Finalmente, las cornetas, los cuernos, las bocinas, los clarines, las trompetas, los tambores, la artillería, los arcabuces, y sobre todo el temeroso ruido de los carros formaban todos juntos un són tan confuso y tan horrendo, que fué menester que don Quijote se valiese de todo su corazón para sufrirle; pero el de Sancho vino á tierra, y dió con él desmayado en las faldas de la duquesa, la cual le recibió en ellas, y á gran priesa mandó que le echasen agua en el rostro. Hízose así, y él volvió en su acuerdo á tiempo que ya un carro de las rechinantes ruedas llegaba á aquel puesto. Tirábanle cuatro perezosos bueyes todos cubiertos de paramentos negros en cada cuerno traían atada y encendida una grande hacha de sera, y encima del carro venía hecho un asiento alto, sobre el cual venía sentado un venerable viejo con una barba más blanca que la mesma nieve, y tan luenga, que le pasaba de la cintura: su vestidura era una ropa larga de negro bocací, que por venir el carro lleno de infinitas luces se podía bien divisar y discernir todo lo que en él venía. Guiábanle dos feos demonios vestidos del mesmo bocací, con tan feos rostros, que Sancho habiéndolos visto una vez, cerró los ojos por no verlos otra. Llegado pues el carro á igualar el puesto, se levantó de su alto asiento el viejo venerable, y puesto en pie dando una gran voz dijo:

—Yo soy el sabio Lirgandeo, y pasó el carro adelante sin hablar más palabra.