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se buena cuenta con su rucio, porque era la lumbre de sus ojos.

—¿Qué rucio es este? preguntó la duquesa.

—Mi asno, respondió Sancho, que por no nombrarle con este nombre le suelo llamar el rucio, y á esta señora dueña le rogué cuando entré en este castillo, tuviese cuenta con él, y azoróse de manera como si la hubiera dicho que era fea ó vieja, debiendo de ser más propio y natural de las dueñas pensar jumentos que autorizar las salas. ¡Oh, válame Dios, y cuán mal estaba con estas señoras un hidalgo de mi lugar!

—Sería algún villano, dijo doña Rodríguez la dueña, que si él fuera hidalgo y bien nacido él las pusiera sobre el cuerno de la luna.

Agora bien, dijo la duquesa, no haya más, calle doña Rodríguez, y sosiéguese el señor Panza, y quédese á mi cargo el regalo del rucio, que por ser alhaja de Sancho le pondré yo sobre las niñas de mis ojos.

—En la caballeriza basta que esté, respondió Sancho, que sobre las niñas de los ojos de vuestra grandeza ni él ni yo somos dignos de estar sólo un momento, y así lo consentiría yo como darme de puñaladas: que aunque dice mi señor que en las cortesías antes se ha de perder por carta de más que de menos, en las jumentiles y asininas se ha de ir con el compás en la mano y comedido términoy —Llévele, dijo la duquesa, Sancho al gobierno, allá le podrá regalar como quisiere, y aún jubilarle del trabajo.

—No piense vuesa merced, señora duquesa, que ha dicho mucho, dijo Sancho, que yo he visto ir