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El hombre mediocre

sar es una insidiosa manera de practicar el mal, de efectuarlo potencialmente, sin el valor de la acción rectilínea.

Si estos basiliscos parlantes poseen algún barniz de cultura, pretenden encubrir su infamia con el pabellón de la espiritualidad. Vana esperanza; están condenados á perseguir la gracia y tropezar con la perfidia. Su burla no es sonrisa, es mueca. El ejercicio puede tornarles fácil la malignidad zumbona, pero ella no se confunde con la ironía sagaz y justa. La ironía es la perfección de la gracia, una convergencia de intención y de sonrisa, aguda en la oportunidad y justa en la medida; es un cronómetro, no anda mucho, sino con precisión. Eso ignora el mediocre. Le es más fácil ridiculizar una sublime acción que imitarla. En las sobremesas subalternas su dicacidad urticante puede confundirse con la gracia, mientras le ampara la complicidad maldiciente; pero fáltale el aticismo sano del que todo perdona en fuerza de comprenderlo todo y esa inteligencia cristalina que permite descifrar la verdad en la entraña misma de las cosas que el vaivén mundano somete á nuestra experiencia. Esos ofidios tienen malignidades perversas por su misma falta de hidalguía; disfrazan de mesurada condolencia el encono de su inferioridad humillada. Se alimentan de diminutas perfidias; suponen que, á fuer de pequeñas, no se advertirá que son infames. Por eso los calumniadores minúsculos son más terribles, como las fuerzas moleculares que nadie ve y carcomen