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El hombre mediocre

Sin ellos sería inexplicable la evolución humana. Los hubo y los habrá siempre. Palpitan detrás de todo esfuerzo magnífico realizado por un hombre ó por un pueblo. Son faros sucesivos en la evolución de los individuos y las razas. La imaginación los enciende en continuo contraste con la experiencia, anticipándose á sus datos. Ésa es la ley del devenir humano: la realidad, yerma de suyo, recibe vida y calor de los ideales, sin cuya influencia yacería inerte y los evos serían mudos. Los hechos son puntos de partida; los ideales son faros luminosos que de trecho en trecho alumbran la ruta. La historia es una infinita inquietud de perfecciones, que grandes hombres presienten ó simbolizan. Frente á ellos, en cada momento de la peregrinación humana, la mediocridad se revela por una incapacidad de ideales.

Hablaremos en el lenguaje de nuestra filosofía.

Al antiguo idealismo dogmático que los ideologistas pusieron en las «ideas absolutas», rígidas y aprioristas, nosotros oponemos un idealismo experimental que se refiere á los «ideales de perfección», incesantemente renovados, plásticos, evolutivos como la vida misma.

Acaso parezca extraño; mas no perderá con ello. Ganará, ciertamente. Tergiversado por los miopes y los fanáticos, el idealismo se rebaja. Tras un siglo de envilecimiento mediocrático, encaminado á la sórdida nivelación de todas las diferencias, siéntese en muchos el afán de rebelarse contra toda mediocridad plebeya: yerran los que miran