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El hombre mediocre

el pensamiento lo que caracteriza al hombre; sin él no podemos concebirlo.» (Pensées; XXIII.) Si de esto dedujéramos que quien no piensa no existe, la conclusión desternillaría de risa á cualquier hombre satisfecho de su mediocridad.

Nacido sin el «esprit de finesse», desesperaríase en vano por adquirirlo. Carece de perspicacia adivinadora; está condenado á no adentrarse en las cosas ó en las personas. Su tontería no presenta soluciones de continuidad. Cuando la envidia le corroe, puede atornasolarse de agridulces perversidades; fuera de tal caso, diríase que el armiño de su estupidez no presenta una sola mancha de ingenio.

El mediocre es solemne. En la pompa grandílocua de las exterioridades busca un disfraz para su íntima oquedad; reviste de fofa retórica los mínimos actos y pronuncia palabras insubstanciales, como si la Humanidad entera quisiese oirlas. Las mediocracias exigen de sus actores cierta seriedad convencional, resorte indispensable de la fantasmagoría colectiva. Los mediocres lo saben: se adaptan á ser esas vacuas «personalidades de respeto», certeramente acribilladas por Stirner y expuestas por Nietzsche á la burla de todas las posteridades. Nada hacen por dignificarse, afanándose por inflar su fantasma social. Esclavos de la sombra que sus apariencias han proyectado en la opinión de los demás, acaban por preferirla á sí mismos. Ese culto de la sombra oblígalos á vivir en continua alarma; suponen que basta un momento de distrac