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José Ingenieros

casos, determina su vulgaridad. Ciertos gestos, que en circunstancias ordinarias serían sórdidos, pueden resultar poéticos, épicos; cuando Cambronne, invitado por el enemigo á rendirse, responde su palabra memorable, se eleva á un escenario homérico y resulta sublime.

Los hombres vulgares querrían pedir á Circe los brebajes con que transformó en cerdos á los compañeros de Ulises, para recetárselos á todos los que poseen un ideal. No constituyen una secta ó una clase. Los hay en todas partes y siempre que la ausencia de ideales produce un recrudecimiento de la mediocridad: entre la púrpura lo mismo que entre la escoria, en la avenida y en el suburbio, en los parlamentos y en las cárceles, en las universidades y en los pesebres. En ciertos momentos osan llamar ideales á sus apetitos, como si la urgencia de satisfacciones inmediatas pudiera confundirse con el afán de perfecciones infinitas. Los apetitos se hartan; los ideales nunca.

Repudian las cosas líricas porque obligan á pensamientos muy altos y á gestos demasiado dignos. Son incapaces de epicureísmos: su frugalidad es un cálculo para gozar más tiempo de los placeres, reservando mayor perspectiva de goces para la vejez impotente. Su generosidad es siempre dinero dado á usura. Su amistad es una complacencia servil ó una adulación provechosa. Cuando creen practicar alguna virtud degradan la honestidad misma, afeándola con algo de miserable ó bajo que la reblandece.