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El hombre mediocre

¡El loco Sarmiento! Esas palabras enseñan más que cien libros sobre la fragilidad del juicio social. Cabe desconfiar de los diagnósticos formulados por los contemporáneos sobre los hombres que no se avienen á marcar el paso en las filas; las medianías, sorprendidas por resplandores inusitados, sólo atinan á justificarse con epítetos despectivos. Conviene confesar esa gran culpa: ningún argentino ilustre sufrió más burlas de sus conciudadanos. No hay vocablo injurioso que no haya sido empleado contra él: era tan grande que no bastó un diccionario entero para difamarle ante la posteridad. Las retortas de la envidia destilaron las más exquisitas quintaesencias; conoció todas las oblicuidades de los astutos y todos los soslayos de los impotentes. La caricatura le mordió hasta sangrar, como á ningún otro: el lápiz tuvo, vuelta á vuelta, firmezas de estilete y matices de ponzoña. Como las serpientes que estrangulan á Laocoonte en la obra maestra del Belvedere, mil tentáculos subalternos y anónimos acosaron su titánica personalidad, robustecida por la brega.

El rebaño ceñía á Sarmiento por todas partes, con la fuerza del número, irresponsable ante el porvenir. Y él marchaba sin contar los enemigos, desbordante y hostil, ebrio de batallar en una atmósfera grávida de tempestades, sembrando á todos los vientos, en todas las horas, en todos los surcos. Le ahogaba el motejo de los que no le comprendían; la videncia del juicio póstumo era el único lenitivo á las heridas que sus contemporá