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El hombre mediocre

auroralmente, como si obedeciera á una predestinación irrevocable.

Facundo es el clamor de la cultura moderna contra el crepúsculo feudal. Crear una doctrina justa vale ganar una batalla para la verdad; presentir un ritmo de civilización cuesta más que acometer una conquista. Todo ideal puede servirse con el verbo profético. Un libro es más que una intención: es un gesto. Su palabra parece bajar de un Sinaí. El hombre extraordinario encuadra, por entonces, su espíritu en el doble marco de la cordillera muda y del mar clamoroso. En alas del austro llegan hasta él gemidos de pueblos que llenan de angustia su corazón y parecen ensombrecer el cielo taciturno de su frente que incuba un relampaguear de profecías. La pasión enciende las dantescas hornallas en que forja sus páginas y ellas retumban con sonoridad plutoniana en todos los ámbitos de su patria. Para medirse busca al más grande enemigo, Rozas, que era también genial en su medio y en su tiempo: por eso hay ritmos apocalípticos en los apóstrofes de Facundo, asombroso enquiridión que parece un reto de águila á águila, lanzado por sobre las cumbres más conspicuas del planeta. Su verbo es anatema: tan fuerte es el grito que, por momentos, la prosa se enronquece. La vehemencia crea su estilo, tan suyo que siendo castizo no parece español. Sacude á todo un continente con la sola fuerza de su pluma, adiamantada por la santificación del peligro y del destierro. Cuando un ideal se plasma en un