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El hombre mediocre

seo de agradar á cualquier precio. Racine (Fedra, IV, 6) lo creyó un castigo divino:

Détestables flatteurs, présent le plus funeste

Que puisse faire aux rois la colère celeste.

No sólo se adula á reyes y poderosos. El que adula al pueblo no es menos vil. En las mediocracias hay miserables afanes de popularidad, más degradantes que el servilismo. Para obtener el favor cuantitativo de los lacayos se les miente bajas alabanzas disfrazadas de ideal: más cobardes porque se dirigen á plebes que no saben controlar el embuste. Halagar á los ignorantes y merecer su aplauso hablándoles sin cesar de sus derechos, jamás de sus deberes, es el postrer renunciamiento á la propia dignidad.

En los climas mediocres, mientras las masas escuchan á los charlatanes, los gobernantes prestan oído á los quitamotas. Los vanidosos viven fascinados por esta sirena que los arrulla sin cesar, acariciando su sombra; pierden todo criterio para juzgar sus propios actos y los ajenos; la intriga los aprisiona; la adulación de los serviles los arrastra á cometer ignominias: como esas mujeres que alardean su hermosura y acaban por prestarla á quienes la adulcen con elogios desmedidos. El verdadero mérito es desconcertado por la adulación: tiene su orgullo y su pudor, como la castidad. Los grandes hombres dicen de sí, naturalmente, elogios que en labios ajenos los harían son