do, evitando que la envidia la cubra con su pátina ignominiosa.
La maledicencia escrita es inofensiva. El tiempo es un sepulturero ecuánime: entierra en una misma fosa á los críticos injustos y á los malos autores. La mediocridad acosa colectivamente á los originales; siendo éstos contados y aquella innumerable, el número y la complicidad pueden contrastar el éxito: pero no consiguen impedir la gloria. Mientras los criticastros murmuran, el genio crece; á la larga aquéllos quedan oprimidos y éste siente deseos de compadecerlos, para impedir que sigan muriendo á fuego lento.
El verdadero castigo de los críticos está en la muda sonrisa de los pensadores. El que critica á un alto espíritu tiende la mano esperando una limosna de celebridad; basta ignorarle y dejarle con la mano tendida, negándole la notoriedad que le conferiría el desdén. El silencio del genio mata al mediocre; su indiferencia le asfixia. Algunas veces supone que le han tomado en cuenta y que se advierte su presencia; sueña que le han nombrado, aludido, refutado, injuriado. Pero todo es un simple sueño; debe resignarse á envidiar desde la penumbra, de donde no le saca el hombre superior. El que tiene conciencia de su mérito no se presta á inflar la vanidad del primer indigente que le sale al paso pretendiendo distraerle, obligándole á perder su tiempo; elije sus adversarios entre sus iguales, entre sus condignos. Los hombres superiores pueden inmortalizar con una pala