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El hombre mediocre

boca está amargada por una hiel que no consigue arrojar ni tragar. Así como el aceite apaga la cal y aviva el fuego, el bien recibido contiene el odio en los nobles espíritus y exaspera la envidia en los indignos. El envidioso es ingrato, como luminoso el sol, la nube opaca y la nieve fría: lo es naturalmente.

El odio es rectilíneo y no teme la luz; la envidia es torcida y trabaja en la sombra. Envidiando se sufre más que odiando: como esos tormentos enfermizos que tórnanse terroríficos de noche, amplificados por el horror de las tinieblas.

El odio puede hervir en los grandes corazones; puede ser justo y santo; lo es muchas veces, cuando quiere borrar la tiranía, la infamia, la indignidad. La envidia es de corazones pequeños. La conciencia del propio mérito suprime toda menguada villanía; el hombre que se siente superior no puede envidiar, ni envidia nunca el loco feliz que vive con delirio de las grandezas. Su odio está de pie y ataca de frente. César aniquiló á Pompeyo, sin rastrerías; Donatello venció con su Cristo al de Brunelleschi, sin abajamientos; Nietzsche fulminó á Wagner, sin envidiarlo. Así como la genialidad presiente la gloria y da á sus predestinados cierto ademán apocalíptico, la certidumbre de un obscuro porvenir vuelve miopes y reptiles á los mediocres. Por eso los hombres sin méritos siguen siendo envidiosos á pesar de los éxitos obtenidos por su sombra mundana, como si un remordimiento interior les gritara que los usurpan