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El hombre mediocre

vez de cabellos. Su mirada es hosca y los ojos hundidos; los dientes negros y la lengua untada con tósigos fatales; en una mano ase tres serpientes, y en la otra una hidra ó una tea; incuba en su seno un monstruoso reptil que la devora continuamente y le instila su veneno; está agitada; no ríe; el sueño nunca cierra los párpados sobre sus ojos irritados. Todo suceso feliz la aflige ó atiza su congoja; destinada á sufrir, es el verdugo implacable de sí misma.

Es pasión traidora y propicia á la hipocresía. Es al odio como la ganzúa á la espada; la emplean los que no tienen brazo robusto y corazón valiente. En los ímpetus del odio puede palpitar el gesto de la garra que en un altivo estremecimiento destroza y aniquila; en la subrepticia reptación de la envidia sólo se percibe el arrastramiento tímido del que busca morder el talón.

Teofrasto creyó que la envidia se confunde con el odio ó nace de él, opinión ya enunciada por Aristóteles, su maestro. Plutarco abordó la cuestión, preocupándose de establecer diferencias entre las dos pasiones (Obras morales, II, 576, edición Didier). Dice que á primera vista se confunden; parecen brotar de la maldad, y cuando se asocian tórnanse más fuertes, como las enfermedades que se complican. Ambas sufren del bien y gustan del mal ajeno; pero esta semejanza no basta para confundirlas, si atendemos á sus diferencias. Sólo se odia lo que se cree malo ó nocivo; en cambio, toda prosperidad excita la envidia, como