Página:El hombre mediocre (1913).pdf/194

Esta página no ha sido corregida
192
José Ingenieros

lidad de los mediocres sirve de pedestal á los genios, los santos y los héroes.

Es la más innoble de las torpes lacras que afean á los caracteres vulgares. El que envidia se rebaja sin saberlo, se confiesa subalterno; esta pasión es el estigma psicológico de una humillante inferioridad, sentida, reconocida. No basta ser inferior para envidiar, pues todo hombre lo es de alguien en algún sentido; es necesario sufrir del bien ajeno, de la dicha ajena, de cualquier culminación ajena. En ese sufrimiento está el núcleo moral de la envidia: muerde el corazón como un ácido, lo carcome como una polilla, lo corroe como la herrumbre al metal.

Entre las malas pasiones ninguna la aventaja. Plutarco decía—y lo repite La Rochefoucauld—que existen almas corrompidas hasta jactarse de vicios infames; ninguna ha tenido el coraje de confesarse envidiosa. Reconocer la propia envidia implica, á la vez, declararse inferior al envidiado; trátase de pasión tan abominable, y tan universalmente detestada, que avergüenza al más impúdico y se hace lo indecible por ocultarla.

Sorprende que Ribot no la haya estudiado en su volumen sobre las pasiones, limitándose á mencionarla como un caso particular de los celos. Fué siempre tanta su difusión y su virulencia que ya la mitología greco-latina le atribuye origen sobrehumano, haciéndola nacer de las tinieblas nocturnas. El mito le asigna cara de vieja horriblemente flaca y exangüe, cubierta la cabeza de víboras en