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José Ingenieros

res hipócritas vertiginosamente, como si cada nueva mentira los empujara hacia el precipicio. Nada detiene á una avalancha en la pendiente. Su vida se polariza en la ostentación de falsas virtudes ó en esa abyecta honestidad por cálculo que es simple sublimación del vicio. El culto de las apariencias lleva á desdeñar la realidad. El hipócrita no aspira á ser virtuoso, sino á parecerlo; no admira intrínsecamente la virtud, quiere ser contado entre los virtuosos por las prebendas y honores que tal condición puede reportarle. Faltándoles la osadía de practicar el mal, á que están inclinados, algunos conténtanse con sugerir que ocultan sus virtudes por modestia; pero jamás consiguen usar con desenvoltura el antifaz. Sus manejos insidiosos asoman por alguna parte, como las clásicas orejas bajo la corona de Midas. La virtud y el mérito son incompatibles con el tartufismo; la observación induce á desconfiar de esas misteriosas excelencias morales. Ya enseñaba Horacio que «la virtud oculta difiere poco de la obscura holgazanería». (Od., IV, 9, 29.)

No teniendo valor para la verdad es imposible tenerlo para la justicia. En vano los hipócritas viven jactándose de una gran ecuanimidad y haciendo aspavientos para adquirir prestigios catonianos: su mediocridad les impide ser jueces toda vez que puedan comprometerse con un fallo. Prefieren tartajear sentencias bilaterales y ambiguas, diciendo que hay luz y sombra en todas las cosas: no lo hacen, empero, por filosofía, sino por incapacidad