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El hombre mediocre

to á todos, siembra la inseguridad y la desconfianza. Con mirar ojizaino persigue á los sinceros, creyéndolos sus enemigos naturales. Aborrece la sinceridad. Dice que ella es fuente de escándalo y de anarquía, como si pudiera culparse á la escoba de que existan las basuras. En el fondo sospecha que el hombre sincero es fuerte é individualista, fincando en ello su altivez inquebrantable: su contradición con la hipocresía es una actitud de resistencia al mal que le acosa por todas partes. Se defiende contra la domesticación y el descenso común. Y dice su verdad como puede, cuando puede, donde puede. Pero la sabe decir. Muchos santos enseñaron á morir por ella.

El disfraz sirve al débil; sólo se finge lo que se cree no tener. Hablan más de nobleza los nietos de truhanes; la virtud suele asomar en labios desvergonzados; la altivez sirve de estribillo á los envilecidos; la caballerosidad es la ganzúa de los estafadores; la temperancia figura en el catecismo de los viciosos. Suponen que de tanto oropel se adherirá alguna partícula á su sombra. Y, en efecto, ésta se va modificando en la constante labor; la máscara es benéfica en las mediocracias contemporáneas, magüer los que la usen carezcan de autoridad moral ante los hombres virtuosos. Éstos no creen al hipócrita, descubierto una vez; no le creen nunca, ni pueden dejar de creerle cuando sospechan que miente: quien es desleal con la verdad no tiene por qué ser leal con la mentira.

El hábito de la ficción desmorona á los caracte