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José Ingenieros

espíritus acomodaticios llegan á detestar la dignidad y la firmeza á fuerza de transigir con el servilismo y la hipocresía.

Admirar al hombre honesto es rebajarse; adorarlo es envilecerse. Stendhal reducía la honestidad á una simple forma de miedo; conviene agregar que no es un miedo al mal en sí mismo, sino á la reprobación de los demás; por eso es compatible con una total ausencia de escrúpulos para todo acto que no tenga sanción expresa ó pueda permanecer ignorado. «J'ai vu le fond de ce qu' on appelle les honnêtes gens: c'est hideux», decía Talleyrand, preguntándose qué sería de los hombres honestos si el interés ó la pasión entraran en juego. Su temor del vicio y su impotencia para la virtud se equivalen; son simples beneficiarios de la mediocridad moral que les rodea. Llaman mérito á su mansedumbre. No son asesinos, pero no son héroes; no roban, pero no dan media capa al desvalido; no son traidores, pero no son leales; no asaltan en descubierto, pero no defienden al asaltado; no violan vírgenes, pero no redimen caídas; no conspiran contra la sociedad, pero no cooperan al común engrandecimiento.

Frente á la honestidad hipócrita de los mediocres—propia de mentes rutinarias y de caracteres domesticados—, existe una heráldica moral cuyos blasones son la virtud y la santidad. Es la antítesis de la tímida obsecuencia á los prejuicios que paraliza el corazón de los temperamentos vulgares y degenera en esa apoteosis de la platitud sen