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El hombre mediocre

gue a los caracteres superiores, pretende confundir sus excelencias con las propias mediocridades, desahoga sordamente una envidia que no confiesa, en la penumbra, ensalobrándose, babeando sin morder, mintiendo sumisión y amor a los mismos que detesta y carcome. Su malsindad está inquietada por escrúpulos que le obligan a avergonzarse en secreto; descubrirle es el más cruel de los suplicios. Es un castigo.

El odio es loable si lo comparamos con la hipocresía.

En ellos se distinguen la subrepticia medrosidad del hipócrita y la adamantina lealtad del hombre digno. Alguna vez éste se encrespa y pronuncia palabras que son un estigma o un epitafio; su rugido es la luz de un relámpago fugaz y no deja escorias en su corazón, se desahoga por un gesto violento, sin envenenarle. Las naturalezas viriles poseen un exceso de fuerza plástica cuya funeión regeneradora cura prontamente las más hondas heridas y trae el perdón. La juventud tiene entre sus preciosos atributos la incapacidad de dramatizar largo tiempo las pasiones malignas; el hombre que ha perdido la aptitud de borrar sus odios está ya viejo, irreparablemente. Sus heridas son tan imborrables como sus canas. Y como éstas, puede teñirse el odio; la hipocresía es la tintura de esas canas morales.

Sin fe en creencia alguna, el hipócrita profesa las más provechosas. Atafagado por preceptos que entiende mal, su moralidad parece un pelele hueco; por eso, para conducirse, necesita la muleta de alguna religión. Prefiere las que afirman la existencia del purgatorio y ofrecen redimir las culpas por dinero. Esa aritmética de ultratumba le permite disfrutar más tranquilamente los beneficios de su hipocresía; su religión es una actitud y no un sentimiento.

Por eso suele exagerarla: es fanático. En los santos y en los virtuosos, la religión y la moral pueden correr parejas; en los hipócritas, la conducta baila en compás distinto del que marcan los mandamientos.

Las mejores máximas teóricas pueden convertirse en acciones abominables; cuanto más se pudre la moral práctica, tanto mayor es el esfuerzo por rejuvenecerla con harapos de dogmatismo. Por eso es declamatoria y suntuosa