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José Ingenieros

a la realidad es una suprema tristeza. Preferible es que un Otelo excesivo mate de veras sobre el tablado a una Desdémona próxima a envejecer, o desnucarse el acróbata en un salto prodigioso, o rompérsele un aneurisma al orador mientras habla a cien mil hombres que aplauden, o ser apuñalado un Don Juan por la amante más hermosa y sensual. Ya que se mide la vida por sus horas de dicha, convendría despedirse de ella sonriendo, mirándola de frente, con dignidad, con la sensación de que se ha merecido vivirla hasta el último instante. Toda ilusión que se desvanece deja tras sí una sombra indisipable. La fama y la celebridad no son la gloria; nada más falaz que la sanción de los contemporáneos y de las muchedumbres.

Compartiendo las rutinas y las debilidades de la mediocridad ambiente, fácil es convertirse en arquetipos de la masa y ser prohombres entre sus iguales; pero quien así culmina, muere con ellos. Los genios, los santos y los héroes desdeñan toda sumisión al presente, puesta la proa hacia un remoto ideal: resultan prohombres en la historia.

La integridad moral y la excelencia de carácter son virtudes estériles en los ambientes rebajados, más asequibles a los apetitos del doméstico que a las altiveces del digno:

en ellos se incuba el éxito falaz. La gloria punca ciñe de laureles la sien del que se ha complicado en las rutinas de su tiempo; tardía a menudo, póstuma a vecea, aunque siempre segura, suele ornar las frentes de cuantos miraron al porvenir y sirvieron a un ideal, practicando aquel lema que fué la noble divisa de Rousseau: vitam impendere vero.