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El hombre mediocre

luz de artificio. Manifestaciones directas del entusiasmo gregario y, por eso mismo, inferiores: aplauso de multitud, con algo de frenesí inconsciente y comunicativo. La gloria de los pensadores, filósofos y artistas, que traducen su genialidad mediante la palabra escrita, es lenta, pero estable:

sus admiradores están dispersos, ninguno aplaude a solas.

En el teatro y en la asamblea la admiración es rápida y barata, aunque ilusoria; los oyentes se sugestionan recípro camente, suman su entusiasmo y estallan en ovaciones. Por eso cualquier histrión de tres al cuarto puede conocer el triunfo más de cerca que Aristóteles o Spinoza; la intensi dad, que es el éxito, está en razón inversa de la duración, que es la gloria. Tales aspectos caricaturescos de la celebridad dependen de una aptitud secundaria del actor o de un estado accidental de la mentalidad colectiva. Amenguada la aptitud o traspuesta la circunstancia, vuelven a la sombra y asisten en vida a sus propios funerales.

Entonces pagan cara su notoriedad; vivir en perpetua nostalgia es su martirio. Los hijos del éxito pasajero deberían morir al caer en la orfandad. Algún poeta melancólico escribió que es hermoso vivir de recuerdos: frase absurda.

Ello equivale a agonizar. Es la dicha del pintor maniatado por la ceguera, del jugador que mira el tapete y no puede arriesgar una sola ficha.

En la vida se es actor o público, timonel o galeote. Es tan doloroso pasar del timón al remo, como salir del esce nario para ocupar una butaca, aunque ésta sea de primera fila. El que ha conocido el aplauso no sabe resignarse a la obscuridad; esa es la parte más cruel de toda preeminencia fundada en el capricho ajeno o en aptitudes físicas transitorias. El público oscila con la moda; el físico se gasta, La fama de un orador, de un esgrimista o de un comediante, sólo dura lo que una juventud; la voz, las estocadas y los gestos se acaban alguna vez, dejando lo que en el bello decir dantesco representa el dolor sumo: recordar en la miseria el tiempo feliz.

Para estos triunfadores accidentales, el instante en que se disipa su error debería ser el último de la vida. Volver