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El hombre mediocre

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79 sabios, supremo desprecio de todas las mentiras por ellos veneradas. El escritor mediocre, tímido y prudente, resulta inofensivo. Solamente la envidia puede encelarle; entonces prefiere hacerse crítico.

. El mediocre parlante es peor por su moral que por su estilo; su lengua centuplícase en copiosidades acicaladas y las palabras ruedan sin la traba de la ulterioridad. La maledicencia oral tiene eficacias inmediatas, pavorosas. Está en todas partes, agrede en cualquier momento. Cuando se reunen espíritus pazguatos, para turnarse en decir pavadas sin interés para quien las oye, el terreno es propicio para que el más alevoso comience a maldecir de algún ilustre, rebajándolo hasta su propio nivel. La eficacia de la difamación arraiga en la complacencia tácita de quienes la escuchan, en la cobardía colectiva de cuantos pueden escucharla sin indignarse; moriría si ellos no le hicieran una atmósfera vital. Ese es su secreto. Semejante a la moneda falsa: es circulada sin escrúpulos por muchos que no tendrían el valor de acuñarla.

Las lenguas más acibaradas son las de aquéllos que tienen menos autoridad moral, como enseña Moliére desde la primera escena de Tartufo:

"Ceux de qui la conduite offre le plus a rire Sont toujours sur autrui les premiers a médire".

Diríase que empañan la reputación ajena para disminuir el contraste con la propia. Eso no excluye que existan casquivanos cuya culpa es inconsciente; maldicen por ociosidad o por diversión, sin sospechar dónde conduce el camino en que se aventuran. Al contar una falta ajena ponen cierto amor propio en ser interesantes, aumentándola adornándola, pasando insensiblemente de la verdad a la mentira, de la torpeza a la infamia, de la maledicencia a la calumnia. ¿Para qué evocar las palabras memorables de la comedia de Beaumarchais?