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José Ingenieros

las sobremesas subalternas su dicacidad urticante puede confundirse con la gracia, mientras le ampara la complicidad maldiciente; pero fáltale el aticismo sano del que todo perdona en fuerza de comprenderlo todo y esa inteligencia cristalina que permite descifrar la verdad en la entraña misma de las cosas que el vaivén mundano somete a nuestra experiencia. Esos ofidios tienen malignidades perversas por su misma falta de hidalguía; disfrazan de mesurada condolencia el encono de su inferioridad humillada. Los calumniadores minúsculos son más terribles, como las fuerzas moleculares que nadie ve y carcomen los metales más nobles.

Nada teme el maldiciente al sembrar sus añagazas de esterquilinio; sabe que tiene a su espalda un innumerable jabardillo de cómplices, regocijados cada vez que un espíritu omiso los confabula contra una estrella.

El escritor mediocre es peor por su estilo que por su moral. Rasguña tímidamente a los que envidia; en sus coIlonadas se nota la temperancia del miedo, como si le erizaran los peligros de la responsabilidad. Abunda entre los malos escritores, aunque no todos los mediocres consiguen serlo; muchos se limitan a ser terriblemente aburridos, acosándonos con volúmenes que podrían terminar en el primer párrafo. Sus páginas están embalumadas de lugares comunes, como los ejercicios de las guías políglotas. Describen dando tropiezos contra la realidad; son objetivos que operan y no retortas que destilen; se desesperan pensando que la calcomanía no figura entre las bellas artes. Si acometen la literatura, diríase que Vasco de Gama emprende el descubrimiento de todos los lugares comunes, sin vislumbrar el cabo de una buena esperanza; si chapalean la ciencia, su andar es de mula montañesa, deteniéndose a rumiar el pienso pastado medio siglo antes por sus predecesores.

Esos fieles de la rapsodia y de la paráfrasis practican esa pudibunda modestia que es su mentira convencional; se admiran entre sí, con solidaridad de logia, execrando cualquier soplo de ciclón o revoloteo de águila. Palidecen ante el orgullo desdeñoso de los hombres cuyos ideales no sufren inflexiones; fingen no comprender esa virtud de santos y de