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José Ingenieros

toda superioridad ya irresistible, es un anticipo usurario sobre la gloria segura: prefieren tenerla propicia a sentirla hostil.

Hacen mal por imprevisión o por inconsciencia, como los niños que matan gorriones a pedradas. Traicionan por descuido. Comprometen por distracción. Son incapaces de guardar un secreto; confiárselo equivale a ocultar un tesoro en caja de vidrio. Si la vanidad no les tienta, suelen atravesar la penumbra sin herir ni ser heridos, llevando a cuestas cierto optimismo de Pangloss. A fuerza de paciencia pueden adquirir alguna habilidad parcial, como esos autómatas perfeccionados que honran a la juguetería moderna:

podría concedérseles una especie de viveza, quisicosa del ser y del no ser, intermediaria entre una estupidez complicada y una travesura inocente. Juzgan las palabras sin advertir que ellas se refieren a cosas; se convencen de lo que ya tiene un sitio marcado en su mollera muéstranse esquivos a lo que no encaja en su espíritu. Son feligreses de la patabra; no ascienden a la idea ni conciben el ideal. Su mayor ingenio es siempre verbal y sólo llegan al chascarrillo, que es una prestidigitación de palabras; tiemblan ante los que pueden jugar con las ideas y producir esa gracia del espíritu que es la paradoja. Mediante ésta se descubren los puntos de vista que permiten conciliar los contrarios y se enseña que toda creencia es relativa al que la cree, pudiendo sus contrarias ser creídas por otros al mismo tiempo.

La mediocridad intelectual hace al hombre solemne, modesto, indeciso y obtuso. Cuando no lo envenenan la vanidad y la envidia, diríase que duerme sin soñar. Pasea su vida por las llanuras; evita mirar desde las cumbres que escalan los videntes y asomarse a los precipicios que sondan los elegidos. Vive entre los engranajes de la rutina.

III .—LA MALEDICENCIA

Si se limitaran a vegetar, agobiados como cariátides bajo el peso de sus atributos, los hombres sin ideales escaparían a la reprobación y a la alabanza. Circunscritos a su órbita, (