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El hombre mediocre

titos, el uno dignidad y el otro servilismo, el uno fe y el otro credulidad, el uno delirios originales de su cabeza y el otro absurdas creencias imitadas de la ajena? A todos respondió con honda emoción el autor de la "Vida de Quijote y Sancho", donde el conflicto espiritual entre el señor y el lacayo se resuelve en la evocación de las palabras memorables pronunciadas por el primero: "asno eres y asno has de ser y en asno has de parar cuando se te acabe el curso de la vida"; dicen los biógrafos que Sancho lloró, hasta convencerse de que para serlo faltábale solamente la cola.

El símbolo es cristalino. La moraleja no lo es menos: frente a cada forjador de ideales se alinean impávidos mil Sanchos, como si para contener el advenimiento de la verdad hubieran de complotarse todas las huestes de la estulticia.

El resol de la originalidad ciega al hombre rutinario.

Huye de los pensadores alados, albino ante su luminosa reverberación. Teme embriagarse con el perfume de su estilo.

Si estuviese en su poder los proscribaría en masa, restaurando la Inquisición o el Terror: aspectos equivalentes de un mismo celo dogmatista.

Todos los rutinarios son intolerantes; su exigua cultura los condena a serlo. Defienden lo anacrónico y lo absurdo; no permiten que sus opiniones sufran el contralor de la experiencia. Llaman hereje al que busca una verdad o persigue un ideal; los negros queman a Bruno y Servet, los rojos decapitan a Lavoisier y Chenier. Ignoran la sentencia de Shakespeare: "el hereje no es el que arde en la hoguera, sino el que la enciende". La tolerancia de los ideales ajenos es virtud suprema en los que piensan. Es difícil para los semicultos; inaccesible. Exige un perpetuo esfuerzo de equilibrio ante el error de los demás; enseña a soportar esa consecuencia legítima de la falibilidad de todo juicio humano. El que ha fatigado mucho para formar sus creencias, sabe respetar las de los demás. La tolerancia es el respeto en los otros de una virtud propia; la firmeza de las convicciones, reflexivamente adquiridas, hace estimar en los mismos adversarios un mérito cuyo precio se conoce.

Los hombres rutinarios desconfían de su imaginación,