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El hombre mediocre

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61 tiempo de los placeres, reservando mayor perspectiva de goces para la vejez impotente. Su generosidad es siempre dinero dado a usura. Su amistad es una complacencia servil o una adulación provechosa. Cuando creen practicar alguna virtud, degradan la honestidad misma, afeándola con algo de miserable o bajo que la macula.

Admiran el utilitarismo egoísta, inmediato, menudo, al contado. Puestos a elegir, nunca seguirán el camino que les indique su propia inclinación, sino el que les marcaría el cálculo de sus iguales. Ignoran que toda grandeza de espíritu exige la complicidad del corazón. Los ideales irradian siempre un gran calor; sus prejuicios, en cambio, son fríos, porque son ajenos. Un pensamiento no fecundado por la pasión es como los soles de invierno; alumbran, pero bajo sus rayos se puede morir helado. La bajeza del propósito rebaja el mérito de todo esfuerzo y aniquila las cosas elevadas. Excluyendo el ideal queda suprimida la posibilidad de lo sublime. La vulgaridad es un cierzo que hiela todo germen de poesía capaz de embellecer la vida.

El hombre sin ideales hace del arte un oficio, de la ciencia un comercio, de la filosofía un instrumento, de la virtud una empresa, de la caridad una fiesta, del placer un sensualismo. La vulgaridad transforma el amor de la vida en pusilanimidad, la prudencia en cobardía, el orgullo en vanidad, el respeto en servilismo. Lleva a la ostentación, a la avaricia, a la falsedad, a la avidez, a la simulación; detrás del hombre mediocre asoma el antepasado salvaje que conspira en su interior, acosado por el hambre de atávicos instintos y sin otra aspiración que el hartazgo.

En esas crisis, mientras la mediocridad tórnase atrevida y militante, los idealistas viven desorbitados, esperando otro clima. Enseñan a purificar la conducta en el filtro de un ideal; imponen su respeto a los que no pueden concebirlo. En el culto de los genios, de los santos y de los héroes, tienen su arma; despertándolo, señalando ejemplos a las inteligencias y a los corazones, puede amenguarse la omnipotencia de la vulgaridad, porque en toda larva sueña, acaso, una mariposa. Los hombres que vivieron en perpetuo florecimiento de virtud, revelan con su ejemplo que la vida