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El hombre mediocre

burguesías afiebradas por remontar el nivel del bienestar material, ignorando que su mayor miseria es la falta de cultura, ellos concentran sus esfuerzos para aquilatar el respeto de las cosas del espíritu y el culto de todas las originalidades descollantes. Mientras la vulgaridad obstruye las vías del genio, de la santidad del heroismo, ellos concurren a restituirlas, mediante la sugestión de ideales, preparando el advenimiento de esas horas fecundas que caracterizan la resurrección de las razas: el clima del genio.

Toda ética idealista tansmuta los valores y eleva el rango del mérito; las virtudes y los vicios trocan sus matices, en más o en menos, creando equilibrios nuevos. Esa es, en el fondo, la obra de los moralistas; su originalidad está en cambios de tono que modifican las perspectivas de un cuadro cuyo fondo es casi impermutable. Frente a la chatura común, que empuja a ser vulgar, los caracteres dignos afirman con vehemencia su ideal. Una mediocracia sin ideales, como un individuo o un grupo, es vil y escéptica, cobarde: contra ella cultivan hondos anhelos de perfección. Frente a la ciencia hecha oficio, la Verdad como un culto; frente a la honestidad de conveniencia, la Virtud desinteresada; frente al arte lucrativo de los funcionarios, la Armonía inmarcesible de la línea, de la forma y del color; frente a las complicidades de la política mediocrática, las máximas expansiones del individuo dentro de cada sociedad.

Cuando los pueblos se domestican y callan, los grandes forjadores de ideales levantan su voz. Una ciencia, un arte, un país, una raza, estremecidos por su eco, pueden salir de su cauce habitual. El Genio es un guión que pone el destino entre dos párrafos de la historia. Si aparece en los orígenes, crea o funda; si en los resurgimientos, transmuta o desorbita. En ese instante remontan su vuelo tod los espíritus superiores, templándose en pensamientos latos y para obras perennes.