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El hombre mediocre

Sin idealistas sería inconcebible el progreso. El culto del "hombre práctico", limitado a las contingencias del presente, importa un renunciamiento a toda perfección. El hábito organiza la rutina y nada crea hacia el porvenir; sólo de los imaginativos espera la ciencia sus hipótesis, el arte su vuelo, la moral sus ejemplos, la historia sus páginas luminosas. Son las parte viva y dinámica de la humanidad: los prácticos no han hecho más que aprovechar de su esfuerzo vegetando en la sombra. Todo porvenir ha sido una creación de los hombres capaces de presentirlo, concre tándolo en infinita sucesión de ideales. Más ha hecho la imaginación construyendo sin tregua, que el cálculo destruyendo sin descanso. La excesiva prudencia de los mediocres ha paralizado siempre las iniciativas más fecundas.

Y no quiere esto decir que la imaginación excluya la experiencia: ésta es útil, pero sin aquélla es estéril. Los idealistas aspiran a conjugar en su mente la inspiración y la sabiduría; por eso, con frecuencia, viven trabados por su espíritu crítico cuando los caldea una emoción lírica y ésta les nubla la vista cuando observan la realidad. Del equilibrio entre la inspiración y la sabiduría nace el genio. En las grandes horas, de una raza o de un hombre, la inspiración es indispensable para crear; esa chispa se enciende en la imaginación y la experiencia la convierte en hoguera.

Todo idealismo es, por eso, un afán de cultura intensa:

cuenta entre sus enemigos más audaces a la ignorancia, madrastra de obstinadas rutinas.

La humanidad no llega hasta donde quieren los idealistas en cada perfección particular; pero siempre llega más allá de donde habría ido sin su esfuerzo. Un objetivo que huye ante ellos conviértese en estímulo para perseguir nuevas quimeras. Lo poco que pueden todos, depende de lo mucho que algunos anhelan. La humanidad no poseería sus bienes presentes si algunos idealistas no los hubieran conquistado viviendo con la obsesiva aspiración de otros me pres.