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LA MORAL DE LOS IDEALISTAS


I. La emoción del Ideal. — II. De un idealismo fundado en la experiencia. — III. Los temperamentos idealistas. — IV. El idealismo romántico. — V. El idealismo estoico. — VI. Símbolo.
I. — La emoción del ideal

Cuando pones la proa visionaria hacia una estrella y tiendes el ala hacia tal excelsitud inasible, afanoso de perfección y rebelde a la mediocridad, llevas en ti el resorte misterioso de un Ideal. Es ascua sagrada, capaz de templarte para grandes acciones. Custódiala; si la dejas apagar no se reenciende jamás. Y si ella muere en ti, quedas inerte: fría bazofia humana. Sólo vives por esa partícula de ensueño que te sobrepone a lo real. Ella es el lis de tu blasón, el penacho de tu temperamento. Innumerables signos la revelan:—cuando se te anuda la garganta al recordar la cicuta impuesta a Sócrates, la cruz izada para Cristo o la hoguera encendida a Bruno;—cuando te abstraes en lo infinito leyendo un diálogo de Platón, un ensayo de Montaigne o un discurso de Helvecio; cuando el corazón se te estremece pensando en la desigual tortuna de esas pasiones en que fuiste, alternativamente, el Romeo de tal Julieta y el Werther de tal Carlota; cuando tus sienes se hielan de emoción al declamar una estrofa de Musset que rima acorde con tu sentir;—y cuando, en suma, admiras la mente preclara de los genios, la sublime virtud de los santos, la magua gesta de los héroes, inclinándote con igual veneración ante los creadores de Verdad o de Belleza.

Todos no se extasian, como tú, ante un crepúsculo, no sueñan frente a una aurora o cimbran en una tempestad; ni gus-