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nadie sabe lo que yo tengo en el bazo, ni lo que puede sobrevenir en el hígado....—¡Todo es farsa! Usted me lo ha confesado mil veces.

Y así se pasaba la vida, haciéndola más miserable y menos apetecible de tanto apetecer prolongarla y de tanto temer la muerte.



Un día D. Eleuterio se puso muy serio, á la cabecera de la cama de D. Narciso; sacó el reloj, tomó el pulso, examinó detenidamente al enfermo, y con un tono autoritario que, por de pronto, sorprendió y sobrecogió al paciente, impuso su voluntad y declaró que iba á recetar una cosa que estaba indicadísima para evitar complicaciones serias que podían sobrevenir, de que ya había indicios. Y no dió más explicaciones; no dijo qué cosa era aquella. Don Narciso asustado, débil, no pudo mostrar la energía de otras veces para ponerse al cabo de lo que se iba á hacer con él.

A sus tímidas indicaciones, el médico, con voz seca, contestó (seguro de ejercer en aquella ocasión cierto poder sugestivo):