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fante, alegre, seguro de sí mismo, con el mismo cuerpo que tuvo y con el mismo macferlan de siempre. Sigue pareciendo un bocado exquisito del escaparate de Lhardy; fresco, rechoncho, sonrosado. Avanza impaciente, dando codazos y pisotones, como cuando iba á recojer un premio, por haber aplastado á media docena de apóstatas ó réprobos. No duda ni un instante de que en el cielo le pondrán muy cerca de los tronos y dominaciones, que son sus predilectos. El juicio supremo para él es una ceremonia, como la de hacerse doctor. Está convencido de que se salva, con los más favorables pronunciamientos.

Por fin, le llega la vez... «Facundo Cocañín.» Adelante... Saluda con cierto aire de confianza... ¿Qué ve enfrente de sí? Un crucifijo clavado en una pared, cubierta de paño negro. El crucifijo es el suyo, el de sus mayores; el Cristo de la Vega... de Rivadeo... Pero ha crecido. Es de tamaño natural. De repente... sobre la encina de la cruz, la encina del crucificado empieza á transformarse en carne...¡pero, qué carne! Carne macerada, carne atormentada... Todas las llagas á que reza la piedad, están sangrando, pero además ¡cuántas otras! ¡Y qué de huesos rotos! un femur quebrado; la frente con diez agujeros, una mandíbula desencajada, un ojo colgando... Y sangre... sangre brotando de todo el cuerpo! ¡de sangre, un río!

——¡Facundo, mira como me has puesto!—exclama una voz de agonía.

Un minuto después, Cocañín ingresaba, entre