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que lo han hecho abajo (en la fábrica); y enseñaba al mundo entero los muslos, los brazos y los lomos del futuro neo escolástico. Porque Facundo paró en eso, sin adelgazar nunca, ni perder el color. Todo él era de rosa. Y todo en él redondo con hoyos que eran redundancias de argollas de carne. Era un angelote de Murillo retocado por un repostero. Por esto, no daban ganas de ponerlo en un Cuadro, sino en el escaparate de Lhardy.

Eso parecía principalmente, un gran bocado. Lo mismo al año de nacer, que cuando ganó una Canongía, digo una cátedra, en público certamen al grito de ¡Santiago y á ellos, que son pocos! (los jueces liberales).

La religiosidad de los Cocañines era tradicional y estaba enlazada, como una yedra, á las sólidas murallas de la Iglesia... que servían también de fortaleza al crédito del negocio. Porque, valga la verdad, eran unos mercaderes, para quien ya no había un Cristo que los arrojase del templo.

La clientela de frailes, cabildos, obispos, monjas, clero suelto y familias timoratas, había venido poco á poco, al principio, por la buena opinión ortodoxa de que gozaban los Cocañines; y había aumentado y se conservaba gracias al piadoso temor de Dios y de esa clientela que era el dogma de la fábrica. El más pequeño conato, no ya de heregía, de liberalismo, que hubiera podido arrancar á la casa un solo parroquiano escrupuloso en materia de fé, les hubiera parecido pecado que no se purgaría con todas las penas del infierno.