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—«¡Tirso de Molina!»

—Presente—dijo el fraile.

—No es eso—exclamó el autor del Buscón.—Es que en el lomo de ese monstruo de hierro que acaba de pasar, á la luz del farolillo de aquel diablo, he leído en letras de oro... eso: Tirso de Molina.

—¿Mi nombre?

—Sí—dijo D. Gaspar.—Tirso de Molina; en letras doradas, grandes. Yo lo leí también.

—¿Y qué debemos pensar?—preguntó Cano.

—Nada bueno—dijo Lope.

—Nada malo—dijo Quevedo.

En aquel momento, el monstruo, que se llamaba como el Maestro Téllez, retrocedía deteniéndose pacifico, humilde, sin ruido, cerca de los pasmados huéspedes celestiales. «Tirso de Molina», leyeron todos en el costado del supuesto vestigio. Un hombre cubierto con un capote pardo, alumbrándose con una linterna, pasó cerca, y se detuvo á inspeccionar el raro artefacto, que por tal lo empezó á tener Jovellanos, adivinando algo de lo que era.

—Señores, dijo el desconocido en buen castellano, al notar que varios caballeros, entre ellos clérigos, y frailes algunos por lo visto, rodeaban la máquina;—señores, al tren, que aquí se pára muy poco.

—¿Al tren? ¿Y qué es eso?—preguntó Quevedo.

—Pero ¿dónde estamos?—dijo D. Gaspar.

—¿Pues no lo han oído? En Pajares.

Mediaron explicaciones. El mozo de estación creyó que se las había con locos, y los dejó en la obscuridad; pero Jovellanos fué atando cabos, y sobre