que fuese; y no teniendo en las tinieblas modo de orientarse mejor, procuraron seguir la dirección que señalaban aquellas barras de hierro que de vez en cuando sentían bajo los pies.
—Esto es un camino, señores; no me cabe duda,—dijo el autor del Informe sobre la ley Agraria.
—Un camino infernal.
—No, D. Francisco, un camino... de hierro, pues hierro es esto que pisamos.
—Bien, pero cosa del diablo. ¿Cómo creéis que estemos en la Tierra? ¿Cría la Tierra monstruos como ése de fuego que por poco nos aplasta?
—¿Quién sabe—dijo fray Luis—si los pecados de los hombres han convertido el mundo en mansión de terribles fieras traídas del Averno?
—¡Y aquí venimos á buscar gloria mundana! ¡Y pensábamos que en la Tierra quedaría memoria de nosotros, y la Tierra es vivienda de sierpes y vestigios! ¡Oh! ¿quién nos sacará de aquí?
—Sigamos, sigamos,—dijo Tirso.
—Señores, atención—exclamó Lope, que iba delante con Jovellanos.—O el miedo me hace ver las estrellas, ó una brilla enfrente de nosotros.
—¿Estrella terrestre? Llámese candil.
—Sí, dijo Tirso;—allí una luz verde... y más abajo, ¿no ven ustedes otra rojiza?...
—Sí, y ésta parece que se mueve...
—¡Ya lo creo! hacia nosotros viene... ¿Qué hacemos?
—Señores, á fe de Quevedo, que me canso de ser cobarde; yo de aquí no me muevo; venga lo que