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menos desapacible donde aguardar el día y aguantar el hambre. Porque es de advertir que aquellos desterrados del cielo, en cuanto pisaron tierra volvieron á sentir todas las necesidades propias de los que andamos vivos por estos valles de lágrimas.

Jovellanos, por varios signos topográficos, y más por revelaciones del corazón, insistía en su idea de que estaban sobre alguna montaña de Asturias. Los otros llegaron á creerle, y como práctico le tomaron, y detrás de él marchaban dejándole guiar la milagrosa caravana por las palpables tinieblas adelante.

—Para mí, señores, estamos en alguno de los puertos que separan á León de mi tierra.

—Pues entonces, á fe de Quevedo, que ya sé quién nos va á dar posada. El oso de Favila.

—Ese no; pero otros no deben de andar lejos.

Notó Lope que el terreno que había llegado á pisar apenas tenía ligera capa de nieve y era llano.

—¡No tan llano, por Cristo!—gritó Quevedo, que dió un tropezón y tuvo que tocar la blanca alfombra con las manos. Sintió al tacto cosa dura y que ofrecía una superficie convexa y pulida.—Señores, exclamó,—aquí hay trampa; con los pies tropecé en una barra, y entre los dedos tengo otra.

Agachóse Jovellanos, y tras él los demás, y notaron que bajo la nieve se alargaban dos varas duras como el hierro, paralelas...

—Esto ha de ser un camino,—dijo D. Gaspar;—tal vez los modernos atraviesan estas montañas de modo que á nosotros nos parecería milagroso si lo