Pero yo daría mi Buscón por una buscona que me hiciese topar ahora, no con la madre Venus, sino con su digno esposo Vulcano, para que me fabricase una cama donde dormir, menos fría que este suelo.
—Señores, yo vuelvo á mi Aristóteles, y digo...
—Teólogo, tenéis razón; seamos peripatéticos, discurramos con los pies, y á ver si á fuerza de discurrir probamos algo... algo caliente.
Una voz nueva resonó entonces en aquellas soledades como suave música, y era la de fray Luis de León, también expedicionario, que decía:
—Amigos queridos, esta noche más ha de ser de penitencia, de ayuno, que de hartazgo; porque, si he de hablar con franqueza, nuestra vuelta al mundo terrenal más me parece castigo que otra cosa. Pecamos, pecamos; pequé yo á lo menos,—y si en buena teología esto no se puede llamar pecado, llámelo D. Melchor como quiera ó convenga;—pequé, digo, deseando lo que en soledades de mi dicha, de allá arriba, nunca creí que se podría desear. ¡Ay, sí! El engaño, como siempre. El desengaño, igual. En esta tierra obscura, sepultada en noche y en olvido, ¿qué me había quedado á mí? Si vivía en la alma región luciente, ¿á qué querer, como quise, saber algo de la mísera Tierra? Fué vanidad, sin duda. Movióme el apetito de saber si aquella larva que yo por acá había dejado, y que el mundo llamó mi gloria, se había desvanecido, cual mis despojos, ó algo había quedado de ella, aunque no fuera más que un soplo que fuese callado por la montaña...