—No os burléis del filósofo maestro de maestros.
—¡Ah, señor Cano, como estos vericuetos; ah, señor Nieves, y qué atrasadilla me parece su teología, ahora que he viajado tanto por otros mundos altos!
—No habléis de eso, y busquemos donde cenar.
—¡Ah, Tirso; ah, fraile! Como vuestro clerigón, ¿no llamaréis á Dios bueno hasta que cenéis? Cenad ex nihilo, porque otra cosa no hay por aquí, á lo que no veo.
—Señores, sin ser yo tan ilustre lógico cual esta gloria de Trento, ni menos teólogo, como no sea en verso, creo que antes de la cena, que no es idea simple, que no es categoría, debemos pensar en el sitio, en el lugar, que sí es categoría. Porque yo, por ahora, dudo que estemos en parte alguna. Y donde no hay espacio, no hay cena.
—Pero hay frío, señor Calderón.
—Bien dice Lope. Procuremos orientarnos. Es decir, oriente ahora no se puede buscar, pero según lo que yo pude colegir cuando caímos, ya cerca de este globo, á la luz del Sol y antes de penetrar en las nubes de nieve, dentro de España estamos, y sobre altísimas montañas, y del mar no muy lejos; de modo que éstos deben de ser los Pirineos, y acaso los de mi tierra, porque yo, señores míos, siento un no sé qué de bienestar de que no me hablan vuestras mercedes.
—Natural me parece, insigne Jovellanos, que seáis vos, de tiempos de mejor brújula que los nuestros, quien nos deje barruntar en dónde estamos.