pués de melancólica deliberación, que era una locura gastar aquel año en juguetes, por modestos que fueran, cuando no había apenas para garbanzos ni para remendar botas de los chicos.
Cuando don Baltasar, muy temprano, subió al terrado, y vió á sus hijos en torno del portentoso hallazgo y se enteró de todo, y contempló la alegría loca, salvaje de los egoistas agraciados (¡inocentes de su alma!), y después miró á Marcelo que, pálido, sonreía, con una mueca dolorosa, chupando la cinta azul de seda de su cartucho de dulces, sintió una angustia dolorosa en el alma, una especie de agonía de todo lo bueno que tenía su corazón puro, de pobre resignado. «Aquello era lo mismo que una puñalada.» «Dios los perdonará, pero sus queridos compadres habían incurrido en una omisión grosera, de solterones sin delicadeza; muy ricos, espléndidos, pero que no sabían lo que eran hijos...» «Aquellos juguetes finísimos, de príncipes, valían uno con otro, lo menos... treinta duros... ¡Virgen Santísima! Pues con treinta reales hubieran podido Melchor y Gaspar hacer feliz á toda la familia... y ahora, ahora... en tono de broma, él, Miajas, estaba pasando por una amargura... pueril... que era inexplicable, por lo fuerte, por lo profunda.
«Si hubiera sido Pepilla la desheredada, á grito pelado hubiera hecho constar la más enérgica protesta. Llanto y patadas por tres horas, lo menos. Carlos hubiera disputado á puñadas el odioso privilegio, á no ser él el privilegiado. Marcelo... sonreía, luchaba por vencerse, por disimular la tristeza, ¡y