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tres hijos, dos varones y una hembra, pequeñuelos todavía, se entregaba á las dulzuras del hogar, de las zapatillas suizas, y de la sección amena de su periódico. No aborrecía el mundo, no era misántropo; pero no estaba á gusto más que entre los suyos, que eran la familia de que va hecho mérito, y unos cincuenta tiestos con flores, y veinte pájaros que tenía y cuidaba en un estrechísimo terrado, á que le daba derecho su cuarto piso con honores de guardilla. Era en la calle de Ferraz; desde aquella altura disfrutaba la vista de un panorama que le parecía asombroso, sobre todo por el silencio, por la soledad, por la luz esplendorosa y por el aire puro. Allí no venía á interrumpirle en sus contemplaciones de anacoreta lego ó de bramán sin cavilaciones, más bicho viviente que éste ò el otro gato, que se le quedaba mirando, también perezoso, también soñador y amigo de aquella soledad en la altura.

Miajas bajaba al mundo pensando en sus flores, sus aves y sus hijos; se enfrascaba en los expedientes con la afición que le había ido dando el amor al cumplimiento exacto del deber, y de todo lo demás que le rodeaba allá abajo no se daba cuenta siquiera. Como donde él vivía de veras, con toda el alma, era en su cuarto piso, en su terrado principalmente, las calles, la oficina, los paseos, todo le parecía metido en un pozo rastrero, ahogado... in inferis—¡Sursum corda! le gritaba el pecho, aunque no en latín; y en cuanto podía, ¡arriba! ¡al terrado! La impureza del aire de abajo era para Miajas una preocupación constante; creía deber la salud al aire