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para no dejar que entrase el frío. Silencio y calor parecía ser el ideal á que se aspiraba allí dentro. En una butaca, más echado que sentado, con los piés envueltos en una manta, que casi se quemaba en un brasero de bronce, metido en caja de roble, X leía un tomo de La leyenda de los siglos, de Víctor Hugo.

—¿Eh, qué atrasado verdad?—me dijo.—¡Si me viera un modernista! ¡Víctor Hugo!—y sonreía, con ironía muda, venenosa.—No,—prosiguió.—Ya sé que usted no es de esos; cuando estuve en su pueblo, y en su casa, ausente usted, vi que en su gabinete de trabajo no tenía usted más que tres retratos; el de la torre de la catedral de su ciudad querida, el de su hijo... y el de Víctor Hugo... La moda... la moda, en Arte, muchas veces no es más que una frialdad y una ingratitud. Nuestra gente modernísima, por tendencia materialista en parte, y en parte para disimular su ignorancia, hace alarde de no tener memoria. Y... ya lo sabe usted; un gran filósofo moderno—no modernista—por la memoria nos revela el espíritu. Lo presente es del cuerpo, el recuerdo del alma. Doctrina profunda...

Después, creyendo que todo aquello era hablar de sí mismo, en el fondo, quiso cambiar de asunto y hablar de mis cosas.

—Ya veo, ya veo que usted sigue luchando en veinte periódicos... Hace usted bien... Eso supone cierta fe. En cambio no hace usted libros... También hace usted bien. Yo tampoco hago libros. Son inútiles. No los leen. No los saben leer. Los artícu-