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pero no maestro, porque Antonia no debe de tener escuela filosófica ni literaria.

Sabe Antonia, vagamente, que su señor vale mucho, por cosas que ella no puede comprender; sabe que los papeles le han puesto mil veces en los cuernos de la luna; que ha sacado de su cabeza unos libros muy buenos que le han dado algunas pesetas, pocas... y mucha honra y muchos disgustos. Y sabe que todo ello no le ha servido para medrar, para hacerse rico, ni para tener influencia en la política, ni con el obispo, ni en Palacio, ni en parte alguna de esas donde se hacen los favores gordos. Visitas, antiguamente, muchas, pero de gente de poco pelo, que traían libros de regalo,—¡libros!—que es lo mismo que si la trajeran á Antonia polvo y lodo de la calle. ¡Libros! Lo que sobra en la casa, lo que á ella la tiene loca, porque no sabe ya donde ponerlos. Ya no hay sitio en mesas, armarios y hasta sillas más que para los libros; y ellos atraen los ratones, y crían polvo, telarañas... ¡horror! Y después, la gracia de que el amo no lee casi nunca esos tomos que le regalan, sino otros muchos que él compra muy caros. «Los que hacen los libros que á mí me estorban y que el señor no lee», éstos son para Antonia la mayor parte de los señoritos que se cuelgan del timbre. ¡Deben ser tan poca cosa! Además, cuando el amo se guarda de ellos, y miente, como si no hubiera Dios, para disculparse y no recibirlos, por algo será... No; ni los libros ni los que los traen le dan alegría ni nada bueno al señor... Está triste, sale poco, cada