el casero. Y al llegar á la puerta, hasta donde le acompañó la dama, reparó en ella; le pareció flaquísima, un espíritu puro; el pelo le relucía como plata, muy pegado á las sienes.
—Parece una sardina,—pensó Arteaga, al mismo tiempo que detrás de él se cerraba la puerta.
Y como si el golpe del portazo le hubiera despertado los recuerdos, don Celso exclamó:
—¡Caramba! ¡Pues si es aquella... aquella del entierro!... ¿Me habrá conocido?... Cecilia... el apellido era... catalán... creo... sí, Cecilia Prast... ó cosa así.
Don Celso, con su ama de llaves, se vino á vivir á la casa que dejaba Cecilia Pla, pues ella era en efecto; sola en el mundo.
Revolviendo una especie de alacena empotrada en la pared de su alcoba, Arteaga vió relucir una cosa metálica. La cogió... miró... era una sardina de metal blanco, muy amarillenta ya, pero muy limpia.
—¡Esa mujer se ha acordado siempre de mí!pensó el funcionario jubilado con una íntima alegría que á él mismo le pareció ridícula, teniendo en cuenta los años que habían volado.
Pero como nadie le veía pensar y sentir, siguió acariciando aquellas delicias inútiles del amor propio retroactivo.
—Sí, se ha acordado siempre de mí; lo prueba que ha conservado mi regalo de aquella noche... del entierro de la sardina.
Y después pensó: