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regalado la simbólica sardina. ¿Qué habría hecho de ella? ¿La guardaría? Esta idea no desagradaba al señor Arteaga. «Conocía á la muchacha de vista; era hija de un empleado del ferrocarril; vestía la niña de obscuro siempre y sin lujo; no frecuentaba, ni durante el tiempo alegre, paseos, bailes ni teatros. Recordaba que caminaba con los ojos humildes.» «Tiene el tipo de la dulzura», pensó. Y después: «Supongo que no la habré parecido grotesco», y otras cosas así. Pasó tiempo, y nada. En todo el año no la encontró en la calle más que dos ó tres veces. Ella no le miró siquiera, á lo menos cara á cara. «Bueno, es natural. En Carnaval como en Carnaval, ahora como ahora.» Y tan tranquilo.

Pero lo raro fué que, volviendo el entierro de la sardina, el público pidió que hablara otra vez don Celso, porque no había quien se atreviera á hacer olvidar el discurso del año anterior. Y Arteaga, que estaba allí, es claro, y alegre y hecho un hedonista temporero, como decía él, no se hizo rogar... y habló, y venció, y... ¡cosa más rara! al caer, como el año pasado, á los pies de una hermosa, para ofrecerle una flor que llevaba en el ojal de la americana, porque aquel año la sardina (por una broma de mal gusto) no era metálica, sino del Océano, vió que tenía delante de sí á la mismísima Cecilia Pla de marras. «¡Qué casualidad! ¡pero qué casualidad! ¡pero qué casualidad!» repetían cuantos recordaban la escena del año anterior.

Y era casualidad, porque ni Cecilia había buscado á Celso, ni Celso á Cecilia. Entre las brumas