gran ventaja á todos muy pronto: y no poca les sacó D. Sinibaldo, que corría, corría, y medio aturdido por el viento, la fatiga, los torbellinos cargados de arena, iba soñando como si tuviese calentura, mezclando realidades y visiones.
Y mientras, con la lengua fuera, corría el buen señor, iba fraguando todo esto: Ya el tal Arenas había perecido allá, en la playa de tal (aquella en que estaban), mucho tiempo hacía; él, Rentería había recogido el cadáver del náufrago, había consolado á la viuda, la había obligado á agradecerle infinitos servicios, inestimables en los primeros momentos de apuro; su buena amistad había continuado, y pasado el año de luto, la viuda de Arenas y D. Sinibaldo contraían justas nupcias. Pero, como el cansancio y el viento llevaban medio reventado y molido al buen gallo, se sentía mal corriendo; fué á respirar fuerte y una punzada de dolor agudo en un lado le hizo exclamar: «¡Adios! Rosa (nombre de su señora); ¿ves? ¡ya la pesqué, pulmonía segura!» Se ahogaba, «¡La disnea! ¡Este Madrid! ¿Por qué te empeñaste en que dejara mi vida de provincia y me viniera al Ministerio? ¡Vaya, pues, adiós, hija, porque ya ves... no respiro... me ahogo... sudo... se me doblan las piernas... adiós... adiós... me muero... acuérdate de mí; no profanen la memoria de nuestro amor nuevas, para mí ilícitas relaciones... adiós, mi Rosa!...» Y se moría... Ya se había muerto; la prueba era que no se podía mover, que estaba en tierra mascando polvo ó arena... Sí, aquello era la tumba, el otro mundo... Pero, ¡oh terrible reali-