de su idilio elegíaco y criminal, derribándole cuan largo era. Levantóse, sintió que el sombrero se lo llevaba el aire, vióse envuelto por incómodo torbellino, y mirando en torno, vió sólo una espesa niebla; y por la parte del mar, entre aquella obscuridad, distinguió rayas blancas y negras, que eran las olas lejanas, encrespadas: en la espuma de la cresta, como nieve, más abajo como tinta, ó por lo menos como obscurísima pizarra.
Oyó después, cerca, grandes gritos, lamentos, voces de socorro; y, cuando huyó aquella ráfaga y algo se aclaró el ambiente, distinguió Rentería, en el mar, la barca del temerario pescador próxima á zozobrar, allá, muy lejos, y por el viento y las olas impelida con fuerza y prisa hacia el Sudeste, esto es, hacia tierra; pero á gran distancia, en dirección de un paraje de la playa, que distaba no poco del sitio en que se había embarcado el mal aconsejado, es decir, bien aconsejado, pero testarudo náufrago. Vió D. Sinibaldo que una dama corría por la playa hacia la parte á que la lancha podía llegar, si antes no daba la tremenda voltereta, que parecía segura á cada brinco sobre el lomo de cada ola. Rentería, sin pensar lo que hacía, y volviendo á su novela, ó, por lo menos, sin volver del todo al mundo real, echó á correr tras la dama aquella, que no era otra que la viuda, como ya la llamaba el Delegado para sus adentros.
Toda la gente que había en la playa, ó los más, se encaminaron en la misma dirección, pero con menos prisa; de modo que la Sra. de Arenas sacó