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cer personalmente del Océano, que en frente tenían, el mismo uso que del mar pintado en el foro de un escenario.

—No le aconsejaba D. Sinibaldo al Sr. Arenas, apellido del osado argonauta, que se lanzase al mar tenebroso aquel día, porque había oído él no sé qué de contraste y turbonada y otros términos alarmantes.

El Sr. Arenas se embarcó, sin embargo, provisto de aparatos de pesca, de cien clases, y no oyó las súplicas de su mujer, á quien dejó, como una Ariadna de cabotaje, en poder, ó al cuidado, de aquellos señores que quedaban en la playa admirando el valor, no cívico, como dijo uno de ellos, sino..... marítimo del pescador..... de cangrejos, no de perlas.

Rentería, con la imaginación loca de costumbre, hizo en seguida su novela correspondiente sobre el tema de cierto recóndito y pecaminoso deseo.

«En la hipótesis,—comenzó pensando,—de que ese Sr. Arenas se ahogue, aunque sea en poca agua; de que venga la galerna, y á él, con todos esos atrevidos nautas, los tumbe y sepulte en las amargas olas...» Y así prosiguió inventando mil peripecias, trágicas unas, otras altamente galantes, en que él se veía ya enamorando á la viuda, después de haber lamentado juntos la catástrofe...

Unos quince minutos llevaría D. Sinibaldo de soñar así, sentado en el suelo, junto á la orilla, cuando, no un pisotón de gallego, sino la furia del viento, cargado de agua y arena, vino á sacarle, en parte,