rincón del reservado. El duque no repara en ella. Después de repasar un periódico, reanuda la conversación con el artillero, que es de pocas palabras.
—Aquello está muy malo. Cuando yo, allá en mi novatada de ministro, admití la cartera de Ultramar, por vía de aprendizaje, me convencí de que tenemos que aplicar el cauterio á la administración ultramarina, si ha de salvarse aquello.
—¿Y usted ¿no pudo aplicarlo?
—No tuve tiempo. Pasé á Estado, por mis méritos y servicios. Y además... ¡hay tantos compromisos! Oh, pero la insensata rebelión no prevalecerá; nuestros héroes defienden aquello como leones; mire usted que es magnífica la muerte del general Zutano... víctima de su arrojo en la acción de Tal... Zutano y otro valiente, un capitán... el capitán... no sé cuántos, perecieron allí con el mismo valor y el mismo patriotismo que los más renombrados mártires de la guerra. Zutano y el otro, el capitán aquél, merecen estatuas; letras de oro en una lápida del Congreso... Pero de todas maneras, aquello está muy malo... No tenemos una administración...
—Conque ¿usted se queda aquí para tomar el tren que le lleve á Santander? Pues ea; buena suerte, muchos laureles y pocos balazos... Y si quiere usted algo por acá... ya sabe usted, mi teniente, durante el verano, isla de Wight, Cowes, Ryde, Ventnor y Osborn...
El duque y la dama del luto y el velo quedan solos en el reservado. El ex-ministro procura, con discreción relativa, entablar conversación.