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tentarse, porque no hubo á su disposición, por torpeza de los empleados, ni coche-cama, ni cosa parecida. Y ahora, á lo mejor del sueño, á media noche, en mitad de Castilla, le abren la puerta de su departamento y le piden mil perdones... porque tiene que admitir la compañía de dos viajeros nada menos: una señora enlutada, cubierta con un velo espeso, y un teniente de artillería.

¡De ninguna manera! No hay cortesía que valga; el noble español es muy inglés cuando viaja y no se anda con miramientos medioevales: defiende el home de su reservado poco menos que con el sport que ha aprendido en Eton, en Inglaterra, el noble duque castellano, estudiante inglés.

¡Un consejero, un senador, un duque, un ex-ministro, consentir que entren dos desconocidos en su coche, después de haber consentido en prescindir de una berlina-cama, á que tiene derecho! ¡Imposible! ¡Allí no entra una mosca!

La dama de luto, avergonzada, confusa, procura desaparecer, buscar refugio en cualquier furgón donde pueda haber perros más finos... pero el teniente de artillería le cierra el paso ocupando la salida, y con mucha tranquilidad y finura defiende su derecho, el de ambos.

—Caballero, no niego el derecho de usted á reclamar contra los descuidos de la Compañía... pero yo, y por lo visto esta señora también, tengo billete de primera; todos los demás coches de esta clase vienen llenos; en esta estación no hay modo de aumentar el servicio... aquí hay asientos de sobra, y aquí nos metemos.