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estaban hablando en tercera persona de asuntos de amor, de relaciones de mujeres casadas, de lo que podía la naturaleza y de lo que podía el deber, etcétera, etc. A veces, es claro, la cosa se ponía seria, se empezaba á prescindir de la tercera persona... pero Emilio siempre se detenía á tiempo.

De sobra sabía ella que él la deseaba; mil insinuaciones, miles y miles de miradas, gestos, entonaciones, lo habían dicho todo; hasta contactos rápidos; pero cargados de sensaciones fuertes, los tenían como ligados implícitamente; mas declararse, lo que se llama declararse jamás. Hasta había dado á entender el interventor que á eso no llegaría nunca. Y era el paso de chancillería indispensable, según Amparo, para llegar á donde naturalmente, en su opinión, tenían que logar esta clase de asuntos.

«¡Hombre más raro!—Nó; pero él caería.»—Unas veces, coqueterías demasiado atrevidas: otras veces conversaciones verdes, con pimienta; otras desdenes, indiferencia, frialdad! todo inútil. Emilio ni huía del peligro ni perecía en él.

Al cabo Amparo supo en qué consistía el talismán de aquella resistencia; por qué Emilio, que no era santo, ni casto, ni asceta, ni cosa que lo valga, constantemente volaba alrededor de la llama sin quemarse las alas.

Hablaban de las corazonadas, de las supersticiones. Amparo desde su vida de colegiala, era supersticiosa, creía en agüeros; se hacía echar las cartas, daba crédito á las mesas giratorias; y todo esto lo